Saludos de nuevo queridos lectores y ¡muy Feliz Año Nuevo! ¿Cómo está transcurriendo la denominada «cuesta de Enero»? La nuestra particularmente empinada, pues entre los compromisos familiares propios de las festividades navideñas y nuestras crecientes obligaciones no hemos podido prestar la atención que hubiésemos deseado a este nuestro tan querido espacio; pero es que el deber llama. Para inaugurar este 2016 y compensaros, en parte, por nuestro prolongado silencio, os traemos una entrada conmemorativa del propio mes, que también está en estrecha relación con la incertidumbre política y la creciente conflictividad que azotan y rodean al panorama político español. Así pues nos proponemos a presentar, desde la perspectiva de los principales testimonios escritos que conservamos, los sucesos acaecidos en la capital imperial, Constantinopla, entre el Martes 13 de Enero y el Domingo 18 de Enero del año 532, conocidos como Στάσις τοῦ Νίκα [Stásis toû Níka], el principal episodio de violencia urbana contra el emperador y su administración en la milenaria historia del Imperio. ¿Nos acompañáis?
1) Contexto del levantamiento: los primeros años del reinado de Justiniano I (527-532)
Justiniano I es, sin duda, la figura imperial que domina el siglo VI, no solo debido a que ostentó la púrpura por espacio de 38 años (Agosto 527 – Noviembre 565), sino fundamentalmente por las profundas transformaciones a todos los niveles (especial mención a la compilación legislativa conocida como Corpus Iuris Civilis) o la espectacular expansión territorial que experimentó el Imperio romano de Oriente durante esos años; unas iniciativas que se conocen bajo la denominación de Restauratio Imperii. Sin embargo, en Enero del año 532, los días de esplendor estaban lejos si quiera de ser todavía una sombra.
En Agosto de 527 había sucedido a su tío Justino I (518-527), cuyo logro político más significativo fue solventar, a comienzos de su reinado, la crisis religiosa vigente con Roma (el Papado) desde el último cuarto del siglo V, conocido como Cisma Acaciano. Se trata de un asunto capital para comprender el problemático contexto de la revuelta, así como la implicación e importancia que el factor religioso jugó en su gestación, ya que tío y sobrino favorecieron a aquellos sectores de la aristocracia que compartían el denominado Credo Niceno u Ortodoxia; visión, por otra parte, compartida por Roma que, sin embargo, iba contra los intereses de una parte significativa tanto de la aristocracia como del pueblo de Constantinopla, que durante las últimas décadas del siglo V y especialmente durante el reinado del emperador Anastasio I (491-518) se habían visto favorecidas gracias al manifiesto respaldo que desde el poder imperial se había otorgado a los planteamientos monofisitas[1]. Otro de los factores que había soliviantado a ciertos sectores de las élites constantinopolitanas era el cambio en la ley que, todavía en vida de Justino I (525), había introducido su sobrino Justiniano para poder contraer iustum matrimonium (es decir, matrimonio con arreglo al derecho romano, no concubinato) con Teodora, una mujer de humildes orígenes que había trabajado como actriz en su juventud y a la que la legislación prohibía expresamente, dada su condición, contraer nupcias con cualquier oficial de la administración imperial.

Representación musiva de Justiniano I y Teodora, perteneciente a la Iglesia de San Vital de Rávena, en Italia. (Fuente: Wikipedia).
Al enrarecido clima político y religioso existente en la capital, aderezado por la historia de amor del matrimonio imperial, a quienes amplios sectores denostaban a pesar de la capacidad y genio de ambos -como observaremos a continuación-, habría que sumar la inestable situación, tanto interior como exterior, que envolvía al Imperio en esos primeros compases del reinado de Justiniano I. En Oriente (Siria, Palestina y Egipto fundamentalmente) el ya mencionado enfrentamiento y división entre los partidarios del Monofisismo y la Ortodoxia era mucho más acentuado que en aquellas áreas más occidentales, siendo extensible a la mayor parte de los segmentos de la sociedad, que por motivos muy diversos favorecían la primera de las posturas sobre la segunda. Ello, entre otras razones, provocó el alzamiento en 529 de Juliano ben Sabar, autoproclamado Rey de Israel, quien lideró lo que se conoce como Revuelta Samaritana entre el citado año y el 531, fecha en que fue sofocada por la fuerza de las armas gracias a la inestimable colaboración de uno de los estados árabes aliados del Imperio en la zona, los Gasánidas.
Además, tanto la zona de Mesopotamia como las áreas imperiales más cercanas a Transcaucasia fueron el teatro de operaciones del enésimo enfrentamiento entre el Imperio y su némesis en el área oriental, la Persia sasánida. Hacia finales del 526 estalló lo que historiográficamente conocemos como Guerra Íbera[2] (526-532), un conflicto que Justiniano I heredó de su tío y supo gestionar con relativo éxito a través de uno de sus principales generales, Belisario, quien obtuvo notables avances culminados con las victorias en sendas batallas en Dara–Anastasiopolis (Oğuz, Turquía) y Satala (Turquía) en el verano del año 530. El empuje romano fue contrarrestado por la victoria persa en Callinicum (Al-Raqqah, Siria) en abril del año siguiente, lo que motivó que ambos superpoderes entrasen en negociaciones diplomáticas que culminaron en Septiembre del 532 con la denominada Paz Perpetua; siendo por lo tanto Enero del 532, momento de la revuelta, un momento especialmente delicado para el desarrollo de dichas negociaciones.
En Occidente y las zonas más septentrionales las tensiones religiosas eran significativamente menores, pues las provincias localizadas en la actual península de los Balcanes eran mayoritariamente fieles a las tesis ortodoxas y, debido a su mayor cercanía geográfica tanto con Constantinopla como con Roma, el fin del enfrentamiento entre ambas había contribuido notablemente a aglutinar y reconciliar a los diversos segmentos sociales con el poder imperial. Aquí la principal amenaza eran las correrías de diversos grupos «hunos», «búlgaros» o «eslavos» desarrolladas al Sur del Danubio -el hito que determinaba el limes o frontera-, una situación que llevó a Justiniano I a implementar una activa política bélico-diplomática que culminó con el envío de una expedición armada a la península de Crimea en el año 528, la captación de figuras claves entre los diversos grupos bárbaros asentados tanto en las áreas más septentrionales de los dominios imperiales de la zona como más allá del Istro (= Danubio), tal y como el gépida Mundo, nombrado magister militum per Illyricum, o el posterior envío de tropas al Norte del limes al mando de otro bárbaro, el magister militum per Thracias Childubio, entre 531 y 534.

Toda la problemática señalada hasta ahora, incluidas algunas medidas de reforma fiscal destinadas a acrecentar la carga, constituirían lo que podríamos catalogar como «causas lejanas»; las «causas cercanas» tuvieron unos protagonistas más particulares, los demoi o facciones circenses. En la entrada dedicada al Hipódromo de Constantinopla (http://lumenorientis.com/2015/10/29/tras-las-huellas-de-bizancio-i-parte-el-hipodromo-de-constantinopla/) ya nos referimos a su papel trascendental en el devenir de los eventos deportivos que en el mismo se celebraban -en estos momentos, fundamentalmente, carreras de cuadrigas-; así como a las implicaciones políticas y sociales que los dos principales grupos existentes, Verdes o Prásinoi y Azules o Vénetoi, tenían en la vida cotidiana de la capital imperial. Procopio de Cesarea, uno de los principales testigos de los sucesos, dice al respecto:
«… La población de cada ciudad, desde muy antiguo, estaba dividida entre “verdes” y “azules”, pero no hace ya mucho tiempo que, por estos colores y por las gradas en que están sentados para contemplar el espectáculo, gastan su dinero, exponen sus cuerpos a los más amargos tormentos y no renuncian a morir de la muerte más vergonzosa. Se pelean con sus rivales, sin saber por qué corren ese peligro, pero dándose plena cuenta de que, aun cuando superaran a los enemigos en la pelea, lo que les espera es que los lleven de inmediato a la cárcel y al final los hagan perecer torturados de la peor manera. Lo cierto es que el odio que les brota hacia las personas muy próximas no tiene justificación, y permanece irreductible durante toda su vida, sin ceder ni siquiera ante vínculos de matrimonio, ni de parentesco, ni de amistad, aunque sean hermanos o algo semejante los que defienden colores distintos. Y no hay nada humano ni divino que les importe, comparado con que venza el suyo. Aun en el caso de que alguien cometa un pecado de sacrilegio contra Dios, o la constitución y el estado sufran violencia por parte de los propios ciudadanos o de enemigos externos, o incluso si ellos mismos se ven quizá privados de cosas de primera necesidad, o su patria es víctima de las circunstancias más nefastas, ellos no hacen nada, si no le va a suponer un beneficio a su bando: que así es como llaman al conjunto de sus partidarios. En este fanatismo también se unen a ellos sus esposas, que no sólo secundan a sus maridos, sino que incluso, si se tercia, se les enfrentan, aunque no vayan nunca a los espectáculos ni las induzca ningún otro motivo; de modo que a esto no puedo darle otro nombre que “enfermedad del alma”…»[ 3].

Representación de una carrera de cuadrigas en la Antigua Roma realizada por el pintor húngaro Alexander von Wagner ca. 1882, titulada «The Chariot Race».(Fuente: http://www.bbc.co.uk/arts/yourpaintings/paintings/the-chariot-race-206325).
El relato procopiano es lo suficientemente elocuente como para que, más allá de los detalles literarios existentes, nos hagamos una idea del enconamiento y división que podía existir en las principales urbes del Imperio con la excusa de los eventos deportivos (una circunstancia que podría ser asimilada, salvando las distancias, al hooliganismo o «fenómeno ultra» existente actualmente en el ámbito futbolístico). Dicha filiación, como resulta evidente pensar por otra parte, no era ajena ni a los miembros más prominentes de las aristocracias locales ni tampoco a la propia domus imperial; de hecho Justiniano, debido fundamentalmente a su condición religiosa, era un activo seguidor de los azules (al igual que su tío Justino I), así como Teodora quien, a pesar de simpatizar más con la causa monofisita, odiaba profundamente a los verdes debido al rechazo que habían mostrado hacia su padre, Acacio, quien fue cuidador de fieras en el propio Hipódromo. Ambos datos deben ser muy tenidos en cuenta a la hora de analizar los acontecimientos que, a continuación, vamos a proceder a relatar.
2) Testimonios principales sobre los sucesos: Juan Malalas y Procopio de Cesarea
Antes de pasar a describir los hechos consideramos necesario presentar, aunque sea brevemente, a aquellos autores que han permitido que el relato de los mismos se haya preservado hasta nuestros días. Los dos relatos fundamentales son los proporcionados por el Procopio de Cesarea en su Libro I sobre las guerras que el emperador Justiniano I mantuvo durante su reinado hasta el año 553/4 aproximadamente, titulado Guerra Persa; y por el cronógrafo antioqueno coetáneo Juan Malalas en el Libro XVIII de su Chronographia.
Podemos decir que nos encontramos ante uno de esos episodios procedentes de la Antigüedad Tardía acerca de los cuales tenemos testimonios lo suficientemente variados y de una amplitud tal como para poder decir que se trata de un acontecimiento bien conocido. Por lo que respecta al primero podríamos señalar que, dado el carácter clasicista de la obra de Procopio, así como su finalidad, se trata del relato «oficialista» de la revuelta; si bien, tal y como vamos a poder observar, su valor es incuestionable ya que contiene detalles únicos debido a que, además de ser testigo presencial de los acontecimientos al estar al servicio del general Belisario (por entonces en Constantinopla), nos ofrece un relato «desde dentro» (desde la perspectiva del emperador y sus principales colaboradores). Además, el mismo se ve complementado por algunos detalles de carácter más íntimo en su obra Historia Secreta, que como bien puede deducirse del título, su finalidad principal era relatar aquellas cuestiones que no debían ser puestas en público acerca del régimen de Justiniano I y sus colaboradores más allegados.
En relación al segundo de los relatos, la obra de Juan Malalas tiene un carácter muy distinto al de la expuesta anteriormente ya que, si bien Procopio tiene un estilo muy depurado y fundamentalmente dirigido a que su obra fuese leída por aquellos sectores más cultos, el griego empleado por Malalas podríamos decir que es notablemente «coloquial», siendo su finalidad relatar los acontecimientos para que llegasen al mayor número de personas, siempre y cuando éstas supiesen leer. Además, debido a que su infancia y educación transcurrieron en la ciudad de Antioquía (en la actual frontera entre Siria y Turquía), y a pesar de que recurre a testigos oculares de los acontecimientos, podríamos afirmar que se trata de una visión «desde fuera», más «popular» que, si bien aporta un mayor detalle desde el punto de vista cronológico y de las consecuencias que sobre los principales y más simbólicos edificios de la urbs imperialis tuvo la insurrección, tiene una longitud menor. A pesar de ello se trata de un relato con una gran tradición en la historiografía bizantina posterior, pues del mismo deriva el contenido en la crónica del siglo VII conocida como Chronicon Paschale y en la posterior Chronographia de Teófanes Confesor, correspondiente al siglo IX.
3) Cronología de los acontecimientos
Para reconstruir la secuencia de los sucesos hemos decidido dejar hablar a los relatos de los autores anteriormente expuestos, pues consideramos que sus palabras son lo suficientemente elocuentes como para dar testimonio de los mismos. Nosotros solamente nos limitaremos a dar aquellas explicaciones que consideremos necesarias para que seáis capaces de aprovechar al máximo su lectura, pudiendo siempre contextualizar los hechos.
Sobre el motivo último de su estallido, Malalas afirma lo siguiente:
«En ese año [comienzos del 532] de la décima indicción[4], surgió en Bizancio [Constantinopla] un pretexto para amotinarse causado por ciertos demonios vengadores cuando Eudaimon era Prefecto de la ciudad y tenía retenidos a algunos agitadores de ambas facciones. Tras haber interrogado a varias personas, encontró a siete de ellos culpables de asesinato y sentenció a cuatro de ellos a ser decapitados y a los tres restantes a que fuesen empalados. Después de que hubiesen sido públicamente exhibidos por toda la ciudad y haber cruzado al otro lado [a la zona de Asia Menor, se refiere al estrecho del Bósforo], algunos de ellos fueron ahorcados. Sin embargo, dos, uno perteneciente a la facción Azul y otro a la Verde, cayeron a causa de la rotura del cadalso. La gente que los rodeaba, al ver lo que ocurrió, aclamaron al emperador. Cuando llegó a oídos de los monjes de San Conón lo que había sucedido salieron y encontraron a ambos tumbados en el suelo todavía vivos. Ayudándoles los llevaron hasta la costa y los colocaron en un bote, cruzando nuevamente el Bósforo y llevándolos a San Laurencio, que era un lugar de santuario. Cuando estos hechos fueron conocidos por el Prefecto de la ciudad envió una hueste para apresarlos»[5].
Con la finalidad de disminuir la tensión causada por el suceso, en un momento político especialmente delicado para Justiniano I pues se encontraba en plenas negociaciones con Cosroes I, soberano de la Persia sasánida, con el propósito de terminar con las hostilidades que desde finales del año 526 había enfrentado a ambos contendientes y consumido ingentes recursos, el emperador decidió organizar una nueva jornada de carreras tres días después, sobre la que el mismo Malalas nos señala:
«Tres días después las carreras de cuadrigas conocidas como aquellas del idus [trece de enero en el calendario romano] fueron celebradas. Son conocidas como tal debido a que el emperador ofrece un banquete en el Palacio a todos aquellos que han sido nombrados para el servicio público, otorgándoles a cada uno de ellos la dignidad del primicerius [cabezas de los departamentos administrativos]. Mientras las carreras tenían lugar el 13 de Enero, ambas facciones comenzaron a demandar que el emperador mostrase clemencia para con los condenados. Continuaron rogando mediante cánticos hasta la carrera 22, siéndoles negado cualquier tipo de respuesta. Y el demonio incitó perversos consejos y unos a otros comenzaron a cantarse: “¡larga vida a los piadosos Verdes y Azules!”. Tras las carreras las multitudes salieron [del hipódromo] unidas, habiéndose proporcionado mutuamente una contraseña a través de la palabra Niká, para que se infiltrasen en sus filas soldados o excubiotores [miembros de la guardia palatina]. Y así comenzaron su ofensiva. Hacia la tarde-noche se dirigieron hacia el Praetorium [la sede del prefecto de la ciudad], demandando una respuesta favorable sobre los fugitivos que se encontraban en San Laurencio. Al no recibir ninguna, prendieron fuego al Praetorium. El fuego destruyó el propio Praetorium, la Puerta de Chalke del Palacio hasta las Scholae [barracones de la caballería palatina], la Gran Iglesia [Santa Sofía] y la columnata pública. La gente continuó con su comportamiento incívico durante la madrugada. Al amanecer el emperador ordenó que las carreras tendrían lugar como de costumbre y después de que la bandera fuese izada como era habitual los miembros de las facciones incendiaron el graderío del hipódromo. Parte de la columnata pública, hasta Zeuxippon [termas], fue calcinada. Mundo, Constanciolo y Basilides salieron del palacio con una hueste por orden del emperador, con el propósito de silenciar a la muchedumbre que clamaba contra Juan, apodado el capadocio, el Questor Triboniano y el Prefecto de la ciudad Eudaimon. Los senadores que habían sido enviados fuera del Palacio habían sido testigos de estos cánticos e informaron de ello al emperador. Inmediatamente Juan, Triboniano y Eudaimon fueron despedidos. Belisario salió al mando de una tropa de godos, hubo una cruenta lucha y muchos de los miembros de las facciones fueron reducidos. Sin embargo la muchedumbre se encolerizó todavía más e incendió otras áreas, comenzando a asesinar a inocentes indiscriminadamente»[6].

Mapa del distrito palacial de Constantinopla, donde se focalizaron los acontecimientos y se produjeron las destrucciones más significativas. (Fuente: Wikipedia).
A partir de aquí el relato de Malalas se centra en los acontecimientos correspondientes a los últimos momentos de la revuelta, por lo que obvia muchos detalles que, por el contrario, sí relata Procopio:
«… Fue por esto por lo que, con la idea de ganarse al pueblo, el emperador (…) nombró Prefecto del Pretorio a Focas [en lugar de Juan de Capadocia], un patriciodiscretísimo él y capacitado de natura para administrar justicia; a Basilides, porsu parte, le mandó desempeñar el cargo de Cuestor [en vez de a Triboniano], siendo como era célebre entre los patricios por su ecuanimidad y apreciado por otras razones. Así y todo, la sedición contra aquellos dos no dejaba de estar en pleno apogeo. Y en el quinto día de dicha sedición, hacia la caída de la tarde, el emperador Justiniano instó a Hipacio y Pompeyo, sobrinos de Anastasio [emperador entre 491 y 518], el que había regido el imperio con anterioridad, a que se fueran cuanto antes a casa, ya por sospechar que se traían entre manos alguna maquinación contra su propia persona, ya porque el destino los llevaba a esa dirección. Pero ellos, temiendo que el pueblo los forzara, como en efecto ocurrió, a asumir el imperio, le dijeron que cometerían una injusticia si abandonaban a su emperador en medio de un peligro tan grande. Al oírlo, el emperador Justiniano dio en recelar todavía más y les ordenó que se marcharan en el acto. De modo que los dos se retiraron a sus casas y durante la noche permanecieron allí tranquilos. Al amanecer del día siguiente, vino a saberse entre el pueblo que ambos se habían marchado de sus dependencias de la corte. Corrió, pues, todo el mundo hacia ellos; e iban ya aclamando como emperador a Hipacio y llevándolo a la plaza para que asumiera el poder, mientras la mujer de Hipacio, María, que era discreta y contaba con una grandísima reputación de prudencia, se agarraba a su esposo y no lo dejaba, al tiempo que entre gritos y gemidos ante todos sus allegados insistía en que el pueblo lo llevaba camino de la muerte. Aun así, arrollada por la muchedumbre, soltó ella contra su voluntad a su esposo, y a él, que también contra su voluntad había ido a la plaza de Constantino, la multitud lo llamaba a ocupar el trono imperial. Y como no tenían ni diadema ni ninguna otra cosa con las que se acostumbra coronar a un soberano, le pusieron un collar de oro sobre la cabeza y lo proclamaron emperador de los romanos. Se reunieron entonces todos los senadores que coincidía que no se habían quedado en la residencia imperial y muchas opiniones expresadas apuntaban a que debían dirigirse al palacio para expugnarlo (…). Los del círculo del emperador estaban indecisos entre dos pareceres: si sería mejor para ellos permanecer allí o darse a la fuga en sus naves. Y se expusieron muchos argumentos a favor de uno y otro. Y Teodora, la emperatriz, dijo lo siguiente: “En cuanto al hecho de que una mujer entre hombres no debe mostrar atrevimiento ni soltar bravatas entre quienes están remisos, yo creo que la actual coyuntura de ningún modo permite considerar minuciosamente si hay que considerarlo así o de otra manera. Y es que para quienes se encuentran en un grandísimo peligro, no hay nada mejor, me parece, que ponerse las cosas lo más expeditas que uno pueda. Yo al menos opino que la huida es ahora, más que nunca, inconveniente, aunque nos reporte la salvación. Pues lo mismo que al hombre que ha llegado a la luz de la vida le es imposible no morir, también al que ha sido emperador le es insoportable convertirse en prófugo. No, que nunca me vea yo sin esta púrpura, ni esté viva el día en que el que quienes se encuentren conmigo no me llamen soberana. Y lo cierto es que si tú, emperador, deseas salvarte, no hay problema: que tenemos muchas riquezas, y allí está el mar y aquí los barcos. Considera, no obstante, si, una vez a salvo, no te va a resultar más grato cambiar la salvación por la muerte. Lo que es a mí, me satisface un antiguo dicho que hay: el imperio es una hermosa mortaja”. Cuando la emperatriz habló así, todos recobraron el ánimo y, decididos ya a combatir, se pusieron a deliberar sobre cómo podrían defenderse en el caso de que alguien viniera a atacarlos (…). Todas las esperanzas del emperador estaban puestas en Belisario y Mundo. El primero de ellos, Belisario, había regresado recientemente de la guerra contra los persas trayendo consigo además una escolta poderosa y considerable, así como un grueso de lanceros y escuderos duchos en el combate y los peligros de la batalla. Mundo, por su parte, tras habérsele nombrado general de los ilirios, coincidió por acaso que se encontraba allí porque se le había hecho venir a Bizancio para cierto asunto, y llevaba consigo a unos bárbaros hérulos»[7].

«Motín de la Sal en el Kremlin (1648)», por el pintor ruso Ernst Lissner (1938). Podría establecerse una analogía entre los sucesos representados en el cuadro y los narrados tanto por Malalas como por Procopio. (Fuente: Wikipedia).
Finalmente regresamos al testimonio de Malalas para narrar el final de la revuelta pues, si bien Procopio lo relata de forma parecida, consideramos que los detalles aportados por el primero dan mayor viveza y agilidad al desenlace. Dice así:
«El día 18 del mismo mes llegó el emperador [Justiniano I] al hipódromo portando los Sagrados Evangelios. Al conocerlo la multitud se dirigió también al mismo para proclamarlo a través de un juramento. Muchos le aclamaron como emperador, si bien otros continuaron con su actitud levantisca, aclamando a Hipacio. La gente tomó a Hipacio y lo llevó al lugar que se conoce como Foro de Constantino. Sentándolo en la escalinata y trayendo un collar de oro y las regalia [vestimentas y objetos que simbolizaban el poder imperial], se las colocaron sobre la cabeza. Y entonces lo tomaron y lo condujeron hacia el hipódromo, intentando sentarlo en el kathisma [palco] imperial, puesto que la muchedumbre estaba ansiosa por tomar las vestimentas imperiales que se encontraban en el palacio para poder otorgárselas. Hipacio sabía que el emperador había abandonado el lugar y, sentándose en el kathisma, valientemente se declaró en manifiesta rebelión. Cuando Mundo, Constanciolo, Belisario y otros senadores, junto con una fuerza armada, rodearon el kathisma por detrás, Narsés, el cubicularius [Chambelán del Palacio, eunuco] y spartharius [comandante de la guardia palatina], se deslizó sin ser advertido y engañó a algunos miembros prominentes de la facción azul a través de un soborno. Parte de la multitud comenzó a alterarse entonces y a proferir cánticos a favor de Justiniano como emperador por toda la ciudad. La plebe estaba ahora dividida y comenzaron a enfrentarse los unos contra los otros. Los magistri militum [Belisario, Constanciolo y Mundo] entraron súbitamente en el hipódromo al mando de una hueste armada y, por ambas entradas, comenzaron a reducirla, algunos con flechas, otros espada en mano. Belisario se marchó inadvertidamente, apresó a Hipacio y a Pompeyo y los llevó ante el emperador Justiniano. Al llegar se postraron a sus pies, arguyendo en su defensa: “Señor, ha sido para nosotros un ímprobo esfuerzo reunir a los enemigos de vuestra majestad en el hipódromo”. El emperador contestó: “Lo habéis hecho bien. Sin embargo, si obedecían vuestra autoridad, ¿por qué no lo hicisteis antes de que ardiese toda la ciudad? Tras la orden del emperador los spartharii [miembros prominentes de la guardia palatina] arrestaron a ambos y los condujeron a prisión. Aquellos que fueron masacrados en el hipódromo llegaron, más o menos, a la cifra de 35.000. Al día siguiente Hipacio y Pompeyo fueron ajusticiados y sus cuerpos arrojados al mar. El emperador anunció su victoria y el fin del levantamiento por toda la ciudad, y comenzó la reconstrucción de aquellos lugares que habían sido quemados. Construyó un granero y cisternas junto al Palacio de modo que hubiese recursos disponibles en tiempos de crisis»[8].

Ilustración de Raffaele d’Amato en la que aparecen los generales Belisario (postrado) y Mundo (tras éste) ante Justiniano I y Teodora, junto a los regimientos palatinos, toda vez se ha sofocado el levantamiento. (Fuente: s3.amazonaws.com/armstrongeconomisc-wp/2014/01/Nika-Riots-gif).
4) Las consecuencias de la revuelta
La supresión efectiva de la revuelta de Niká permitió al emperador Justiniano I terminar con los focos de resistencia, tanto populares como por parte de las élites, que existían especialmente en la capital imperial y afianzar de este modo las iniciativas políticas que había iniciado; tal y como demuestra el hecho de que, además de ajusticiar a Hipacio y Pompeyo como señalamos, enviase al exilio a un número notable de senadores y aristócratas sospechosos de no comulgar con sus ideas gubernativas. Las reformas administrativas, jurídicas e impositivas, combinadas con una agresiva y, en ocasiones, taimada política exterior respecto a ciertos grupos de «bárbaros» y aderezadas tanto con el enfrentamiento religioso como con el fanatismo propio de las carreras de cuadrigas crearon un clima de animadversión propicio que terminó por desembocar en el principal estallido social contra la autoridad imperial de toda la milenaria historia del Imperio.
El reinado de Justiniano I estuvo a punto de terminar, tal y como hemos visto, de forma súbita de no haber sido por el apoyo de sus partidarios más directos, destacando sobremanera el protagonismo de la emperatriz Teodora. Aunque el discurso que hemos reproducido, con toda probabilidad, se encuentra adornado desde el punto de vista literario por la pluma de Procopio, no puede negarse que su influencia fue clave a la hora de trazar el plan que terminó sofocando por la fuerza de las armas la insurrección. Y es que, en los años sucesivos, su protagonismo se reforzó todavía aún más, siendo la primera emperatriz en actuar como soberana, ostentando el mismo rango que su marido en los asuntos de gobierno, tales como las problemáticas religiosas, el despacho de embajadas, etc.; por lo que dudar de su papel fundamental durante el levantamiento nos parece, en cierto modo, absurdo. Tampoco hay que olvidar la importancia de Belisario y Mundo, dos de sus principales generales quienes, gracias a su apoyo inquebrantable tanto suyo como de sus hombres permitieron salir al emperador triunfante de un brete que, de haber prevalecido, podría haber acarreado consecuencias impredecibles para la estabilidad del Imperio.
En el corto plazo Justiniano I afianzó, como ya se ha señalado, su posición como emperador, firmando en septiembre del 532 la Paz Perpetua con la Persia Sasánida y comenzando a planificar empresas de mayor calado. Durante la siguiente década el Imperio experimentó una expansión sin precedentes por la cuenca mediterránea, recuperando los milites imperiales, precisamente con Belisario al frente, plazas tan simbólicas para Constantinopla como Cartago, arrebatada a los vándalos hacia finales del año 533, o la propia Roma tres años más tarde. En cierto modo los disturbios de Niká influyeron decisivamente en la implementación de ambas expediciones, que contaron evidentemente con importantes apoyos en la capital y con pretextos internos en los propios reinos vándalo y ostrogodo que propiciaron la intervención imperial[9]. Es cierto que a partir del 540, debido fundamentalmente al desequilibrio causado por la ruptura por parte sasánida del tratado precedente y, dos años después, a la propagación de la peste negra por el Mediterráneo, el mantenimiento de tantos frentes provocó que el Imperio estuviese sobre-extendido desde el punto de vista de los recursos disponibles, algo que no evitó que ca. 555 Justiniano I enviase tropas a la península Ibérica para apoyar al rebelde Atanagildo frente al soberano visigodo Agila en el marco de la guerra civil visigótica, que terminarían finalmente por quedarse durante casi un siglo; sin embargo, no lo es menos que ca. 538 el emperador había asegurado el problemático limes balcánico con la construcción de toda una serie de fortificaciones, existía un statu quo equilibrado tanto en Transcaucasia como en la frontera oriental merced a la Paz Perpetua con Persia, el Sur de Egipto y la zona del golfo Pérsico, otrora levantisca, permanecía en paz y fluía el comercio y, además, desde Córcega y Cerdeña hasta las costas del Levante, el Mediterráneo volvía a ser el Mare Nostrum. Tal imagen de grandiosidad, aprovechando la destrucción causada por los sucesos de Niká, fue plasmada en el centro del mundo, Constantinopla, cuyo ejemplo más clarividente, que todavía más de 15 siglos después permanece en pie, es la Iglesia (actualmente mezquita) de Santa Sofía, símbolo universal del cénit del reinado de Justiniano I.

Finalmente, si podemos sacar alguna lección para nosotros mismos, creo que las más importantes serían la importancia de rodearse de gente que crea en ti y, sobre todo, creer en las posibilidades de éxito de uno mismo pues, tal y como le ocurrió a Justiniano I, la línea entre el éxito y el fracaso es muy fina y, en ocasiones, depende del apoyo del círculo íntimo que nos rodea a cada uno. Así que en este 2016 que comienza os deseamos lo mejor y ya sabéis, ¡a perseverar en aquellos sueños que perseguís!
Breve bibliografía (traducciones de fuentes)
* Juan Malalas, Chronographia; Jeffreys, E. et al., The Chronicle of John Malalas, A Translation by, Melbourne, Australian Association for Byzantine Studies, 1986.
* Procopio de Cesarea, Bellum Persicum; García Romero, F.A., Historia de las Guerras. Libros I-II, Guerra Persa, Madrid, Ed. Gredos, 2000.
Otras referencias
* Cameron, A., Circus Factions. Blues and Greens at Rome and Byzantium, Oxford, Clarendon Press, 1986.
* Greatrex, G., «The Nika Riot: A Reppraisal», Journal of Hellenic Studies 117, 1997, pp. 60-86.
* Maas, M. (ed.), The Cambridge Companion to the Age of Justinian, Nueva York, Ed. Cambridge University Press, 2005.
* Meier, M., «Die Inszenierung einer Katastrophe: Justinian und der Nika-Aufstand», Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik 142, 2003, pp. 273-300.
* Treadgold, W., The Early Byzantine Historians, Nueva York, Ed. Palgrave-MacMillan, 2007.
[1] El Eutiquianismo o Monofisismo es una herejía de carácter cristológico (desde el punto de vista de la Iglesia) surgida en el II Concilio de Constantinopla (381) y ratificada en el posterior de Éfeso (431) que defendía la existencia de una única naturaleza en la figura de Jesucristo (la divina), negando así su condición humana, mientras que el Credo de Calcedonia (base del Cristianismo actual, tanto Católico como Ortodoxo o Luterano) defendía y defiende la existencia de dos naturalezas, humana y divina.
[2] Nos referimos a la Iberia caucásica, que actualmente correspondería a amplias zonas del Este de la República de Georgia -entre otras-; no confundir con la península homónima.
[3] Proc., BP I, 24, 2-6. Traducción de F.A. García Romero.
[4] La indicción es un sistema de fechación «bizantino» instituido por el emperador Constantino I (306-337) hacia el año 312 que, si bien en origen tenía una finalidad eminentemente recaudatoria, en estos momentos se utiliza para, en ciclos de 15 años, determinar la fecha tanto del nuevo año (a partir del 1 de septiembre) como del año imperial (24 de septiembre).
[5] Iohan. Mal., XVIII, 71. Traducción adaptada desde la edición de E. Jeffreys et al.
[6] Iohan. Mal., XVIII, 71. Traducción adaptada desde la edición de E. Jeffreys et al.
[7] Proc., BP I, 24, 2-6. Traducción de F.A. García Romero.
[8] Iohan. Mal., XVIII, 71. Traducción adaptada desde la edición de E. Jeffreys et al.
[9] En ningún caso consideramos que se tratase de un fenómeno suscitado o agitado por el propio emperador con el propósito de obtener un rédito político, tal y como han sugerido algunos especialistas.